miércoles, 11 de enero de 2012

Lo difuso cuando concluye


         Ahora que sucedieron los hechos debo admitir que pudo haber sido todo mucho mejor de lo que fue. Aún persisten las esquirlas y el viento en mi cara sopla cada vez con más fuerzas mientras el cuerpo, irremediablemente, se vierte sin sentido hacia su resolución.
         Las cosas contienen siempre en su reverso la pálida luz de la verdad. Pero el tiempo, tarde o temprano, nos devuelve a ese resplandor oculto de sus equívocos, y lo que acontece no suele ser grato.
         En la primavera de hace unos cuatro años atrás mi vida fluctuaba entre lo estrictamente racional y algunos sueños perdidos. Estaba felizmente casado con la chica más linda del barrio. No teníamos hijos pero nada nos faltaba. Nos queríamos como no habíamos querido a nadie y el amor se recostaba entre nuestras rutinas sin interrupciones.


         Julia era hermosa, inteligente y sutilmente apasionada; solía tener una actitud distante frente a las cosas y el mundo en sí. Pero luego de observarla, por debajo de las apariencias, fluía en ella una profunda sensación de compromiso y su atención era lo opuesto de lo que se mostraba. Entre los dos formábamos una compañía sencilla, sin rodeos ni dificultades. Pocas veces discutimos y casi nunca nos peleamos, no sé si eso es mejor o peor, pero era una forma de estar juntos.
         La comprensión en Julia, en el estricto sentido de comprender al otro, era sin dudas de una potencialidad sublime. Con su bondad y sus estilos dulcemente nos adentrábamos en una armonía conyugal digna de un matrimonio de estos tiempos. Hasta las irónicas formas de reírnos de lo que nos rodeaba hacían nuestras presencias inmejorables. Supo quererme más de lo merecido, más de lo que yo hice para que me quiera. Porque mi amor hacia ella no fue lineal y mucho menos continuo.  


         El asunto fue que Julia no sólo conmigo se había casado, sino con mi latente depresión a cuestas también; que resurgía entre nosotros una y otra vez como un monstruo inmortal en episodios cada vez más peligrosos.
         Mis depresiones, que traía ya de antes, persistían con el tiempo a pesar de los medicamentos. Peor aún, cuanto más ansiolíticos y antidepresivos consumía más contundente y dañina se manifestaba la enfermedad. Esto último lo aprendí luego de que mi cuerpo produjera, con los años, una espléndida inmunidad frente a los maravillosos cócteles de salud mental que la medicina occidental ofrece frente a estos casos. Después de una década de blísters y faena psiquiátrica, necesité cada vez de una mayor cantidad de psicotrópicos para reaccionar y reparar los daños ocasionados en mis neuronas y en todo mi cuerpo. Para poder continuar, así, medianamente sano y exhausto... hacia el infinito.
         Y fue en esas circunstancias inesperadas donde Julia tuvo que lidiar con la más agria de las experiencias. Ella nunca supo bien que hacer, pero, por más desagradable que mi depresión se expresara, no se alejó nunca de mi lado. En cada recaída estuvo junto a mí; me increpó, me zamarreó, lloró y me cuidó, en medio de un cariño que jamás voy a olvidar.


         Por aquellos tiempos, mi estado psíquico era casi igual al de un muerto vivo, o sea, al de un zombi, como los de las películas pero mucho peor. Hasta llegaba a asustar, y en demasía, a quienes me querían y no sabían que hacer.
         La depresión me daba una misteriosa sensación de distanciamiento de la realidad que me circundaba. Yacía inmóvil, bajo un efecto entumecido de los sentidos por momentos estremecedor. Mientras que pasaban los días en repeticiones perplejas y sin perspectivas, calculaba discretamente los modos de dejar de existir. Por gracia del destino siempre lo intenté con las mismas fuerzas insuficientes... “Mejor mañana” decía cada vez, al momento que mi permanencia en la casa y en la tierra misma se desdibujaba como las fotos viejas.
         Los acontecimientos de las depresiones siempre fueron sinuosos y desconcertantes, eran como una ominosa y peculiar forma de caer dentro de la propia sombra; o en el hueco de uno mismo, así, dramáticamente, sin poder reaccionar. Sumido a una gran resignación fatalista, algo difuso y extraviado. Siempre en los bordes. Cada vez peor.


         Aunque ya  conocía los síntomas, recuerdo la primera vez que volví a esas sensaciones cuando ingenuamente me creía curado. Hacía un mes que nos habíamos casado y la vida tenía que ser como lo habíamos deseado. Pero no. La vida se plegaría rápidamente hacia lo desconocido y la pesadilla lograba arroparse con lo que nos quedaba todavía de los sueños. No sé si fue por la alienación de muchas horas de trabajo o por una mala predisposición del metabolismo deteriorado, pero de un momento a otro todo se había oscurecido y me encontraba otra vez ahogándome en el antiguo dolor. No existía ni el ayer ni el mañana, sólo un delicado presente vacío, asfixiante,  y todo ese  tembloroso miedo de no poder volver a estar bien nunca más.  
          Como ya lo anuncié, desde muy joven había sido intoxicado con los métodos de la psiquiatría moderna (un correcto electroshock medicinal a tiempo y a contar ovejitas hasta que se acaben) y ya debía ser tiempo de regresar a las recetas y a los efectos colaterales de los prospectos. Por lo tanto aquella vez estaba de nuevo bajo los síntomas de la depresión, caminando desesperadamente en las tardes de Bella Vista o Muñiz, desorbitado, al costado de las vías del tren, queriendo resolver el asunto de la peor manera.
         Fue así entonces como Julia se fogueó con las inconsistencias de mi extravío, con mi lado más terrorífico y aceptó su destino sin otra alternativa que saberse sola y desesperada. En esa casa nueva de su vida nueva en los suburbios,  junto a la fantasmal presencia de aquel hombre que agonizaba intermitentemente a su lado como un trapo de piso, la vida se derrumbaba. Pese a todo, jamás bajó la guardia, buscó todas las maneras para que yo pudiera salir del fondo de las angustias lo más rápido posible. Todavía puedo sentir su calor de aquellos días, sus modos de dar ternura que me acercaban, por apenas unos instantes, a la superficie del mundo para olvidar las heladas. Envuelto en su cuerpo tibio solía quedarme  horas como único sentido de realidad que podía poseer.


          Estuvimos muy unidos en aquella primera vez, me demostró toda la fuerza que una mujer puede tener frente a situaciones de profundo dramatismo como supe hacerle sentir. Y así también disfrutó cuando las cosas se acomodaron unos meses después, y en un ciclomotor alquilado, recorriendo las orillas de un atardecer en Colonia, me abrazaba y apoyaba su cabeza en mi espalda sabiendo que todo volvía a iluminarse. 
          Así transcurrió la primera de las depresiones que tuve en su compañía, y que ambos padecimos casi de las misma manera. Luego vinieron otras, y cada vez más subterráneas y prolongadas. Es que mi situación se deterioraba invariablemente.
          Con el paso del tiempo mi ser fantasmagórico comenzó a agrietar la vida de Julia. Junto a su voluntad y a sus fuerzas todo se desvanecía trágicamente... “Despertate querés” me solía decir en lágrimas frente a mi autismo.
           Por suerte o por desgracia, las depresiones se iban como venían sin dar portazos, dejando, por si acaso, la luz encendida entre las bisagras. Los dos sabíamos que las depresiones de alguna u otra manera iban a volver, aunque esperábamos que sucediera todo lo contrario.


         En las épocas que yo no estaba sumergido en las aguas de mis tristezas y los ansiolíticos, cuando la luz del día era luz del día y lo tangible al fin volvía a ser real; los dos nos reencontrábamos como si nada hubiera ocurrido, felices de vernos vivos. Éramos nuevamente como novios, con todas las ilusiones de nuestro amor expectante otra vez; de los hijos que vendrían y todo el resto de nuestras vidas para compartir. Pero los hijos no vinieron... Aunque eso ya sea un dato menor.
        El hecho significativo, al momento de salir de estos episodios depresivos, era que no había, o no encontrábamos, motivos fácticos por los cuales se podía saber como yo caía una y otra vez en esos estados. Algunos hechos generales insinuaban algo, pero no teníamos pistas claras de por qué se producía en ese momento y no en otros, por ejemplo. Tampoco se podía distinguir cómo es que de repente se iban entre tanto sufrimiento y cómo después se podía volver a estar de buen ánimo, como si nada hubiese pasado.
         Salvo las escenas paranormales de exaltación y pequeñas locuras de cuando comenzaba a restablecerme, nunca pude disponer de material empírico para saber por qué volvía a sentir, en tan sólo unos pocos días, el mundo nuevamente sobrio bajo mis pies, con el cielo allá en lo alto, donde siempre debía estar.


         Pese a todo Julia me ofrecía una y otra vez su corazón. Solíamos sentirnos felices ante la posibilidad de que pudiera ser siempre la última vez, de que ya no regresarían los abismos a nuestras vidas. Pero el miedo, invariablemente, latía invisible detrás de las cortinas cada vez que la depresión pasaba, aunque las ganas de vivir podían con todo y el amor se ocupaba del resto. 
         Pero el caso es que, durante muchos años, aquellos líos de angustias y antidepresivos fueron quedando en el pasado. Llamativamente, y de manera extraña (los procesos y los diagnósticos no habían cambiado), vivimos un inesperado período de estabilidad. Buscamos ansiosamente los hijos que todavía soñábamos, planificando el futuro sin miedo a los fantasmas ni a las incertidumbres, y la vida se parecía, al fin, a lo que creíamos que tenía que ser. Nos queríamos mucho, claro, aunque el desencanto ya estaba entre nosotros.


         Para ella, finalmente, resulté ser un hombre demasiado complejo e inesperado. Por no decir: indescifrable. Su idilio de juventud, su amor puro de ensueño que alguna vez nos envolvió, transitaba, por aquellos días, casi imperceptible bajo la piel de los acontecimientos. Pero como decía en el principio, en la primavera de hace cuatro años atrás todo encajaba en su justa horma, todo estaba donde tenía que estar. Hasta mi salud y mis derroteros psíquicos parecían no tener escollos ni inconvenientes.
          Por entonces, Julia vivía de forma poética entre sus dibujos y sus ojos fílmicos. Trabajaba pocas horas en un teatro, recorría librerías, talleres de ilustración, luego se acurrucaba en el sillón de casa, en piyamas, comiendo algún chocolate o una manzana, y  el tiempo así pasaba como en flotación, como en las cartas a Theo de Van Gogh, o como en las pinturas de Chagall o Klimt. Su existencia tenía todos aquellos colores del arte antiguo y la voz de Chavela recorría sus florecidas venas en profundo misterio. Yo la espiaba entre susurros de besos rechazados y en esas suaves compañías silenciosas que nos irían pesando un poco más cada vez. La admiraba en su plena belleza, pero lejos, bien lejos ya, sobre una delicada distancia presente.


          Con el paso de los días nuestra mutua indiferencia solía dejarnos un gusto extraño en las bocas. Ella creía sabiamente que al fin había llegado su tiempo y que el resto de las cosas eran una decoración del destino como la biblioteca, las toallas bordadas, su marido o el piano olvidado bajo la cama.
         Hace cuatro años atrás, entonces, decía, lo que empezaba a perturbarnos era el amor que ya no nos teníamos. Y eso pudo más que todas mis depresiones. El problema fue explicitar la diferencia entre “quererse mucho y amar”. Una vez solucionado dicho dilema todo concluyó casi espontáneamente. Yo me fui y ella se quedó.
         En la primavera de hace unos cuatro años atrás, Julia descubrió que el amor puede ser otra cosa. Mucho mejor de lo que hasta allí había vivido. Y yo también... Aunque ahora, desde mi ventana, no pueda detener el suelo con las manos.
        
                                                                     Septiembre, 2010
         

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