miércoles, 11 de enero de 2012

Pimienta negra


         En la casa donde vivo hace tres años existe un ruido constante como a madera rota, astillada. Puede ser mi rodilla - creo que lo es - aunque la mayoría de las veces sea la madera de los muebles cuando se sienten viejos y la humedad los atormenta.
         Hace poco, mientras fumaba rendido entre ruidos de rodillas de madera y humedad, descubrí el enigmático olor de la pimienta negra entre mis dedos. Estaba frente a un plato ya terminado del almuerzo, en el que había pollo con arroz y donde la pimienta había sido esparcida sobre la comida con el azar de mis temblorosos dedos. Allí volví a descubrir algo ya conocido para mí; el olor y el sabor de la pimienta negra. Como un redescubrimiento de los sentidos, me dije, en un sencillo acto de sorpresa que me había hecho sentir bien.
         Desde la misma mesa pero ya de noche observo los peces claramente. Todo es silencio ahora. Con mínimo esfuerzo salgo de mí y observo. El pequeño estanque está limpio. Son dos los peces. Creo haber tenido tres, pero ya no importa. Los miro porque ellos nunca me miran y puedo contemplarlos tranquilo, durante horas, en perfecta ausencia. Ellos serán felices... lo digo convencido. Si es que tienen imaginación... me lo pregunto también, imaginándomelo.
          Se llaman Vera y Paspartú, este último es naranja y antes era negro... sí, negro. Es que la naturaleza suele sorprender con sus mutaciones aunque sea en un departamento del centro de la ciudad.
         A los peces y a la pecera los compramos hace tres años con mis hijos, entre otras cosas fue para darle color a esta casa, por entonces una casa nueva y solitaria, y así poder reflejar nuestras proyecciones acuáticas desde una tierra sorpresivamente temblorosa. También hubo un pez Juan Filiberto, un efímero pez llamado Sonic... y miles de Paspartú... y miles de Margarita también. Porque a estos peces de pecera del centro de la ciudad la muerte no los modifica. Al menos ellos no se van con la muerte, permanecen intactos con sus nombres intactos. Otros peces son los que mueren. Como una ineluctable forma de conservación de la existencia que mis hijos supieron imponer sobre el dolor que la muerte cercana nos depara. Así todos los peces tendrán siempre el mismo nombre, todos continúan y todos mueren mil veces. Será la extraña invención del tiempo detenido o continuación de la existencia hacia el infinito. Por suerte no lo sabemos. Por lo pronto aquí los peces son eternos. Bueno, al menos eso es lo que parece.
         Pero ahora, frente a mi, lejos ya de la pecera, un hombre con barba desprolija y de aspecto inconcluso se dispone a cenar. Puedo verlo claramente como si fuera yo mismo. Los peces deberían estar durmiendo... si es que duermen, me dice. La pimienta negra le agrada y más le agrada su redescubrimiento. Se sirve un poco de vino para exorcizar el frío y comienza a comer. El silencio lo apremia y decide encender la televisión.  La televisión es siempre la fiesta de otros, repite el hombre de enfrente algo enojado. Su voz ronca me recuerda la de aquella fábula metafísica de Macedonio, la del zapallo que se hizo cosmos y que siendo un zapallo normal en “...ricas tierras del Chaco” comenzó a crecer hasta abarcarlo todo, hasta el mismo universo, y que estando uno todavía fuera  de él no había otra cosa para hacer más que resignarse, apagar el pucho, y entrar. Pero ahora, casi ochenta años después, el zapallo es una caja hipnótica de rayos catódicos dispuesta a todo mientras que el pucho lo fumamos del lado de adentro. 
          Entonces lo mejor será levantarse y apagar el mundanal ruido. Dice. Digo. Que sople el silencio. Mientras, y en pequeños sorbos, el hombre cada vez más parecido a mi vuelve a su mesa y decide disfrutar de su reciente descubrimiento; la pimienta negra.
          Luego, devuelto a mis huesos y sin nadie enfrente más que la pared, me permito reconocerme justo antes que el abismo se lleve todo. La noche entra por la ventana trayendo techos y balcones lejanos. El día vuelve a pasar en imágenes como pasaron otros días y me empeño en revolver delicadamente estas líneas que despejan mi insuficiencia blanda de permanencia en el mundo sin opciones, entre arroz con pollo recalentado y violáceos sabores del olor negro de la pimienta.
       Por suerte pude volver a tiempo a mi caja de resonancias, pienso, ahora, algo más aliviado. Desde aquí me comprendo mejor. Creo. Pero dejemos el existencialismo para otros cuentos. Lo hago rápidamente y me detengo en la soledad de la casa, después me distraigo un poco con los peces que duermen y al fin comienzo a pensar, con cierto desorden conocido, en lo sucedido horas atrás.



         Hoy a media mañana vino a visitarme mi viejo, ese personaje errático e irreemplazable que nos da la vida y que, de una o mil maneras, se nos parece irremediablemente. Estuvimos conversando un buen rato, mirando el sol del invierno que entraba por la ventana y que, sin querer, calentaba el agua del estanque para que Vera y Paspartú sueñen con algún mar del Caribe. Los peces son de río. No importa.
         Decía que estuvo hoy mi viejo, aquí, con sus ruidos de madera astillada (de sus rodillas astilladas también) tratando de descansar en el tibio sol y la tibia charla que el mate nos iba sirviendo. De sus relatos llegaron a mi las historias inconfundibles del tío Ventura. Toda una eminencia en la vida de mi viejo ya que fue, de alguna manera, el viejo de mi viejo, con todos los desatinos que eso suele implicar. Tío y Papá a la vez, explosiva combinación.
           Según las fotos que muchas veces vi, y que guardo todavía, el tío Ventura era lo que podría llamarse un dandy de los años cuarenta; algo mujeriego, jugador y galán con sombrero a tono; con berrinches de niño y un incondicional amor hacia su sobrino-hijo plagado de infortunios. Y justamente hoy, como muchas otras veces, mi viejo lo recordaba entre risas y sin nostalgias. Lo sufrido-sufrido está, pensaría él, y lo pienso yo, ahora, de noche, mientras vuelvo a escuchar su historia.
         Invocar al tío Ventura en la voz de mi viejo es como volver a verlo; como cuando a los doce años lo llevó de vacaciones a Mar del Plata, en el auto nuevo de un amigo y se volvieron a los cinco días en tren porque el amigo había perdido todo, hasta el auto, jugando en el casino. Cinco días de diez que nunca fueron, dice mi viejo. Ni vi el mar... me decía acordándose y riendo. Porque a las cuatro de la tarde lo dejaban en un cine del centro de la ciudad feliz para irse al casino. Luego lo pasaban a buscar a las ocho, cenaban en el hotel y después lo mandaban a la habitación con unas revistas y una botellita Bidú mientras ellos, otra vez al casino hasta la mañana siguiente. Ni vi el mar... lo decía sorprendido, otra vez, mirando la ventana de sol en mi casa de invierno, de peces sin muerte y al lado de su hijo, cincuenta años después. 
         Así era el tío Ventura. Así era como lo imaginaba yo. Mientras mi viejo, todavía en su relato, entre risas recordaba la aflicción que sentía ese amigo después, cuando volvían los tres en el tren, diciendo que la mujer lo iba a matar, para luego escuchar al tío Ventura decir en voz baja, con el amigo alejándose por la estación... este es un boludo... 




         Si mi viejo supiera cuanto lo admiro mientras lo escucho. Que difícil es decirlo. Pero esta historia del tío Ventura y su amigo descarriado es un poco lo que le ofreció la vida. Su  infancia, toda, transcurrió de abandono en abandono, aunque algunos, los de verdad, fueran de los más pesados. Como el de su madre que se fue cuando su papá murió y mi viejo tenía seis años, con sus hermanos yendo a parar a la casa de unos tíos y él a la casa de otros tíos. Y así, en un breve pestañear, el primero de los abandonos, el más pesado de todos, había sido de alguna manera consumado. La muerte del padre lo abandonaría para siempre y la madre-muerte también. Los dos, de distinta manera, lo habían hecho. Dos modos diferentes de morir y un mismo abandono en los hechos. Por lo que mi viejo después, con los años, no supo de rencores cuando ella, su mamá, desfalleciente, volvió a su vida treinta y cinco años mas tarde como si nada hubiera pasado.
        Entonces suena lógico que mi viejo se ría cuando se acuerda de su tío que lo dejaba en la puerta del cine o por las noches en el hotel con las revistas y la Bidú, allá, junto-al-mar-oculto-nunca-visto, con un boludo de amigo, un auto nuevo y un tren de regreso.
         Escuchar hablar a mi vejo, es como recorrer desde aquí su infancia y un poco la mía también. Desde la oscuridad de la casa ahora vienen a mí los recuerdos borrosos del tío Ventura como un viejito bueno con cara de diablo. En mi memoria está impregnado todavía su cariño. No me lo contaron. O sí. O me lo contaron y lo recuerdo a la vez, no lo sé, pero puedo sentir todavía su bondad como un recuerdo palpable. Sé que él era afectuoso conmigo... él te quería mucho, alguna vez me supo decir mi viejo. Pero muy poco duró ese amor; cuando yo tenía cinco o seis años la muerte golpeó a su puerta y en una tarde de sol, como la de hoy pero de más calor, llamaron a la ambulancia porque el tío se había descompuesto y nunca más lo vi.
         Ahora, con la noche quieta y el relato aún flotante, el tío Ventura se me aparece como un ser espectral desde la distancia. Lo alcanzo a ver como un puro corazón, un todo espadachín sin demasiados recursos, un derrotado sonriente, un buscavidas sin mucha búsqueda y algo más de vida; medio vago, medio cafiolo, arrabalero y gentil. Y sé que habrá sido así. Por lo menos las fotos no lo desmienten y mi viejo tampoco.
         Es que Tío Ventura (así con mayúsculas) fue el padre de mi padre, la sombra de las sombras que lo seguirá siempre a todas partes. Hasta esta casa de este día de hoy, seguramente, donde charlamos y nos reímos quizás, sin saberlo, los tres.
                  Probablemente otros relatos habiten en su infancia tormentosa, otros relatos que conozco pero que ahora no tengo. Otras voces que recorren dramáticamente su vida por sobre aquellos gestos inolvidables de amor; como los del tío Ventura y el de sus tías -tía Amelia y tía Bisi- donde al fin el corazón de aquel niño de seis años pudo reposar sus raíces con la felicidad de que jamás nadie más lo abandonara. 
                  Por eso hoy, un día cualquiera, en que volvimos a compartir unos mates y un sol de invierno tímidamente cálido, como todos los mates compartidos y todos los soles tímidos que pasaron siempre cálidos entre nosotros, pude comprender que era exactamente lo que admiraba desde chico en mi viejo;  la fortaleza de no abandonarse pese a todo. Que también es su enseñanza y puro orgullo de mi parte, por qué no. 
         Mucho después, en esta misma casa, el sol del invierno anunciaría su retiro con sus últimos colores cenicientos. Todo se irá vertiendo lentamente hacia las sombras. La noche emerge inapelable y los peces abandonan sus sueños al observar el cubículo de vidrio que los rodea. Todavía puedo escuchar a mi viejo con su historia. Aunque ya no esté lo escucho claramente y empiezo a escribir.
         Afuera, el ruido del mundo parece estar apagado. La pimienta continúa en el plato, en la mesa y en los dedos. El día ocurrido pasa ahora frente a mis ojos como un resplandor. "Apenas un latido en la casa queda..." lo escribo y levanto los ojos para mirar a mi viejo otra vez, y desde aquí, y en la distancia, reconocerme un poco más en él también.

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