miércoles, 11 de enero de 2012

En los pastizales (20 de Octubre)


         Seguramente existan muchas historias en el fútbol amateur de cualquier parte del mundo. Muchos equipos gloriosos, con hazañas inolvidables; epopeyas que terminaron en los recuerdos de cada uno de los protagonistas, allá, lejanas, junto al polvo de la historia. Miles de relatos de equipos desconocidos, de pueblos, de barrios; a veces más equívocos, a veces más heroicos o a veces, también, por qué no,  hasta más trágicos. Pero como este, que a continuación se detalla, difícilmente se encuentre otro similar.
         Aunque probablemente, alguna vez, alguien también haya escrito la historia del legendario equipo 20 de Octubre, incurriendo magistralmente en errores estadísticos, en elogios desmesurados hacia jugadores y accidentes del destino para ensanchar la leyenda de aquel inolvidable equipo de nuestra juventud que hoy retomo en sus detalles.


         Pero esta vez la cuestión literaria será distinta. Me detendré sólo en un momento de la historia; tan sólo un "momento" definitivo, un poco más cómico que trágico, claro, pero trágico al fin. O no. Ni trágico ni cómico. Tal vez eso nunca será resuelto.
         Vayamos al relato. Por los años noventa la Liga de Fútbol de Flores contaba con un canon especial entre las ligas de la zona. Y gracias al espíritu aventurero de algunos amigos teníamos la oportunidad inigualable de entrar a la categoría B de ese torneo con ansias de ascenso y consagración. El problema era que, si nos contábamos entre nosotros, no llegábamos a once. Pero siempre están los amigos de amigos que suman y  entonces fue que, entre los entusiasmos generalizados, las arengas constantes, los convencidos en medio de un viaje en colectivo y las autopromesas infaltables de campeonar, llegamos al primer partido del torneo.
          Y allí estábamos, con las queridas remeras celestes (transparentes casi), la inevitable efusividad del vestuario, con el técnico “fantasma” y los suplentes fantasmas, con la emoción única de quien sale a una cancha a disfrutar de ese momento como algo único y glorioso.
         Pasaron los rivales “borrachos” de la primera fecha (el olor a alcohol en los córneres era desopilante) y una victoria soñada por todos, 5 a 3 terminó. El equipo formaba más o menos así; con Adri de líbero, Mandi de wing, Feld con la diez y yo con la ocho… Me acuerdo también de Molina, jugando de cuatro, mirándolo raro al juez cada vez que este le cobraba el decimoquinto “faul-técnico”, y el gordo Martín de tres, con proyección internacional y esa orgullosa categoría ´72 a grito pelado. También, de siete, estaba el hacedor del equipo; Sciarrillo, con su fuerza inagotable de convocar y convocar... y convencer y convencer.
         En el arco, ya no sé, todos los partidos tuvimos un arquero distinto. En la lista estaba Willy con su voluntad intacta, Josi que no sabía cuando se sacaba de arriba y cuando de abajo. Otro arquero hubo, que no recuerdo bien, pero me parece que era el portero del edificio donde vivía nuestro técnico, y que seguramente habrá durado un partido como todos en aquellas jornadas descabelladas. Hasta el gran Carlitos Tehuelche estuvo una vez atajando para nosotros.
         Es que en realidad nadie quería volver a atajar después de comerse de a diez u once goles cada vez… Y sí... la felicidad duró poco, luego del primer partido se sucedieron unas tras otras grandes goleadas en contra, lo que generó rápidamente el desencanto de medio equipo, y en especial en la sensible autoestima de los arqueros convocados.  
         Sin contar el primer partido, el resultado más parejo que logramos creo que fue un 6 a 1 abajo, y ese “uno” nuestro, fue seguramente gracias a un penal cobrado por la benevolencia de un árbitro con caridad franciscana, o con fuerte tendencia a la lástima, o la piedad, que para el caso es lo mismo. Después, en todos los partidos, nos dieron duro y parejo (once, siete, nueve, diez a cero), hasta creo que habíamos logrado la inmunidad a las goleadas. Porque nadie se enojaba con nadie, todo sucedía en una incansable sucesión de intentos y sacrificios sin reproches. Me acuerdo de estar con todo el equipo tomando algo después en algún kiosquito por la zona, con la tranquilidad de ser los peores de la liga y, con sorprendente orgullo, planificar convencidos el próximo partido como si nada.


         Pero en medio de ese vendaval de goles ajenos y frustraciones continuas hubo un gesto distinto, un gesto que en un segundo me devolvió sin vueltas al sentido de realidad que, por el afán de jugar y jugar, había perdido varias fechas atrás.
         Resulta que en mitad de uno de los encuentros, ante un rival  “algo superior” con el cual íbamos perdiendo apenas 7 a 0, ocurriría un hecho inolvidable. El partido se había dado ya, en los papeles, de una asimetría absoluta; ellos se habían presentado en la cancha con ropa impecable, con el banco de suplentes completo (léase: cinco suplentes, dos técnicos, ayudantes y hasta un aguatero) y mientras el partido transcurría los tipos no aflojaban por nada y querían hacernos sí o sí la docena, o más si se podía. Nosotros, en cambio, sobrevivíamos con lo puesto y con un banco de suplente desolador (Me acuerdo que había sólo una botella de agua mineral tirada en el pasto al lado de los bancos y nada más) porque el técnico estaba jugando de once y más que suplentes nos faltaban titulares. Hacíamos lo que podíamos. Corriendo por toda la cancha en vano, mirándonos en cada gol sin vergüenza para luego sacar de mitad de cancha una y otra vez, pensando en aprovechar ese momento, aunque sea, para hacer tres pases seguidos. Pero ni siquiera eso.
         Y fue en ese mismo partido, en ese mismo arco, donde el inolvidable Carlitos Teuhelche marcaría el antes y el después de toda una época. Andaba aquella  tarde volando de un lado para el otro, tirado en el suelo, o con los brazos en jarra después de cada gol, lleno de tierra, mirándonos resignado a nosotros que ya todo nos parecía normal y donde nadie decía nada. Sólo nos alcanzaba para gritar un... “Bien! Carli!” y esperar a que todo concluya.
         Pero aquel día no sería un día cualquiera, nuestro arquero de turno no iba a poder tolerar tamaña goleada. Carlitos  Teuhelche se llamaba en verdad Carlos Teruel; con él fuimos amigos desde la primaria, y en el barrio, en los partidos de plaza, era siempre la estrella. Después el tiempo transformó graciosamente su apellido en Teuhelche haciéndolo en el recuerdo un poco más mítico aún. Para mí, que lo conocía desde siempre, Carlitos era imbatible, era una mezcla del Loco Gatti y el Pato Fillol, la síntesis perfecta. Todo un fenómeno y un amigo de los “de en serio” que ahora andaba por ahí en pleno partido, entre los tres palos, a los tumbos, revolcándose para todos lados tratando de rescatar un barco llamado 20 de octubre hundido hace tiempo en las profundidades del mar de Bajo Flores, donde ya ni siquiera el mejor de los arqueros lo podía salvar.
         Pero a veces, y sin pensarlo, el destino nos ofrece una pequeña bisagra de luz para comprender lo que ocurre en medio de la oscuridad y la derrota, como si fuera una efímera ilusión que nos tocara en suerte para poder forjar las cosas brevemente, y así dejarnos una sensación de placer furtivo mientras todo sucede. Un solo gesto bastó, una sola oración, para comprender todo el universo presente y sus desdichas.
        Corría más de la mitad del segundo tiempo y un disparo de los contrarios de afuera del área hizo que la pelota se fuera lejos, atrás de nuestro arco, justo donde se levantaban, tupidos, unos pastizales bien altos. Y como siempre había que ponerse a buscar la pelota y esperar un buen rato hasta retomar el juego; y respirar también, aprovechar para cambiar el aire y preguntar cuanto falta para que todo termine. Pero lo mejor del asunto sucede cuando el mismo Carlitos, que por lógica era el primero en ir en busca del balón, levanta el brazo entre los pastos gigantes y, con gesto grandilocuente, da a entender que no  encuentra la pelota. Por instinto de ganar más de lo que ya estaba ganado los contarios se lanzaron furiosos a encontrar la número cinco, junto al referí y los lineman, más algunos de nosotros que aún seguían inmunes a las cachetadas y a los naufragios.


        Pasaban los minutos. No había otra pelota. Los exploradores se multiplicaban e iban cada vez más adentro del pastizal. Mientras, con otros compañeros, nos habíamos sentado a esperar el retorno del balón en la mitad de cancha iluminada aún por el último sol de la tarde.
         Uno supone que en estos casos lo mejor es relajarse y esperar, pero la cosa cambia abruptamente de sentido cuando es el mismo Carlitos Tehuelche, quien viene hasta donde estábamos y acercándose sigiloso se sienta a mi lado, y en voz baja, y sin mirarme me dice: “No digas nada, ya la vi...”
         Ahí, y justamente ahí, fue que pude comprender lo que significa ser un arquero herido de muerte por la goleada en medio de un equipo sin rumbo. Comprendí lo importante de poseer un último resquicio de orgullo y tener la posibilidad de sostenerlo aunque sea al menos unos segundos y nada más. Nos miramos con la complicidad de viejos amigos y con media sonrisa en las caras nos abocamos a contemplar sentados la búsqueda de los otros sin más que perder.
         Después la pelota se encontró, el partido siguió y nos hicieron cuatro goles más. Pero que importaba; 20 de Octubre llegaba de alguna manera a su ocaso definitivo y a un imborrable recuerdo de juventud.
         Lo curioso es que a Carlitos, después de aquella vez,  no volví a verlo casi nunca más. Ni dentro, ni fuera de una cancha. Como si aquella pelota nunca se hubiera encontrado. Como si algunas queridas amistades quedaran también perdidas, para siempre, allá... en los pastizales.  

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