miércoles, 11 de enero de 2012

Lo difuso cuando concluye


         Ahora que sucedieron los hechos debo admitir que pudo haber sido todo mucho mejor de lo que fue. Aún persisten las esquirlas y el viento en mi cara sopla cada vez con más fuerzas mientras el cuerpo, irremediablemente, se vierte sin sentido hacia su resolución.
         Las cosas contienen siempre en su reverso la pálida luz de la verdad. Pero el tiempo, tarde o temprano, nos devuelve a ese resplandor oculto de sus equívocos, y lo que acontece no suele ser grato.
         En la primavera de hace unos cuatro años atrás mi vida fluctuaba entre lo estrictamente racional y algunos sueños perdidos. Estaba felizmente casado con la chica más linda del barrio. No teníamos hijos pero nada nos faltaba. Nos queríamos como no habíamos querido a nadie y el amor se recostaba entre nuestras rutinas sin interrupciones.


         Julia era hermosa, inteligente y sutilmente apasionada; solía tener una actitud distante frente a las cosas y el mundo en sí. Pero luego de observarla, por debajo de las apariencias, fluía en ella una profunda sensación de compromiso y su atención era lo opuesto de lo que se mostraba. Entre los dos formábamos una compañía sencilla, sin rodeos ni dificultades. Pocas veces discutimos y casi nunca nos peleamos, no sé si eso es mejor o peor, pero era una forma de estar juntos.
         La comprensión en Julia, en el estricto sentido de comprender al otro, era sin dudas de una potencialidad sublime. Con su bondad y sus estilos dulcemente nos adentrábamos en una armonía conyugal digna de un matrimonio de estos tiempos. Hasta las irónicas formas de reírnos de lo que nos rodeaba hacían nuestras presencias inmejorables. Supo quererme más de lo merecido, más de lo que yo hice para que me quiera. Porque mi amor hacia ella no fue lineal y mucho menos continuo.  


         El asunto fue que Julia no sólo conmigo se había casado, sino con mi latente depresión a cuestas también; que resurgía entre nosotros una y otra vez como un monstruo inmortal en episodios cada vez más peligrosos.
         Mis depresiones, que traía ya de antes, persistían con el tiempo a pesar de los medicamentos. Peor aún, cuanto más ansiolíticos y antidepresivos consumía más contundente y dañina se manifestaba la enfermedad. Esto último lo aprendí luego de que mi cuerpo produjera, con los años, una espléndida inmunidad frente a los maravillosos cócteles de salud mental que la medicina occidental ofrece frente a estos casos. Después de una década de blísters y faena psiquiátrica, necesité cada vez de una mayor cantidad de psicotrópicos para reaccionar y reparar los daños ocasionados en mis neuronas y en todo mi cuerpo. Para poder continuar, así, medianamente sano y exhausto... hacia el infinito.
         Y fue en esas circunstancias inesperadas donde Julia tuvo que lidiar con la más agria de las experiencias. Ella nunca supo bien que hacer, pero, por más desagradable que mi depresión se expresara, no se alejó nunca de mi lado. En cada recaída estuvo junto a mí; me increpó, me zamarreó, lloró y me cuidó, en medio de un cariño que jamás voy a olvidar.


         Por aquellos tiempos, mi estado psíquico era casi igual al de un muerto vivo, o sea, al de un zombi, como los de las películas pero mucho peor. Hasta llegaba a asustar, y en demasía, a quienes me querían y no sabían que hacer.
         La depresión me daba una misteriosa sensación de distanciamiento de la realidad que me circundaba. Yacía inmóvil, bajo un efecto entumecido de los sentidos por momentos estremecedor. Mientras que pasaban los días en repeticiones perplejas y sin perspectivas, calculaba discretamente los modos de dejar de existir. Por gracia del destino siempre lo intenté con las mismas fuerzas insuficientes... “Mejor mañana” decía cada vez, al momento que mi permanencia en la casa y en la tierra misma se desdibujaba como las fotos viejas.
         Los acontecimientos de las depresiones siempre fueron sinuosos y desconcertantes, eran como una ominosa y peculiar forma de caer dentro de la propia sombra; o en el hueco de uno mismo, así, dramáticamente, sin poder reaccionar. Sumido a una gran resignación fatalista, algo difuso y extraviado. Siempre en los bordes. Cada vez peor.


         Aunque ya  conocía los síntomas, recuerdo la primera vez que volví a esas sensaciones cuando ingenuamente me creía curado. Hacía un mes que nos habíamos casado y la vida tenía que ser como lo habíamos deseado. Pero no. La vida se plegaría rápidamente hacia lo desconocido y la pesadilla lograba arroparse con lo que nos quedaba todavía de los sueños. No sé si fue por la alienación de muchas horas de trabajo o por una mala predisposición del metabolismo deteriorado, pero de un momento a otro todo se había oscurecido y me encontraba otra vez ahogándome en el antiguo dolor. No existía ni el ayer ni el mañana, sólo un delicado presente vacío, asfixiante,  y todo ese  tembloroso miedo de no poder volver a estar bien nunca más.  
          Como ya lo anuncié, desde muy joven había sido intoxicado con los métodos de la psiquiatría moderna (un correcto electroshock medicinal a tiempo y a contar ovejitas hasta que se acaben) y ya debía ser tiempo de regresar a las recetas y a los efectos colaterales de los prospectos. Por lo tanto aquella vez estaba de nuevo bajo los síntomas de la depresión, caminando desesperadamente en las tardes de Bella Vista o Muñiz, desorbitado, al costado de las vías del tren, queriendo resolver el asunto de la peor manera.
         Fue así entonces como Julia se fogueó con las inconsistencias de mi extravío, con mi lado más terrorífico y aceptó su destino sin otra alternativa que saberse sola y desesperada. En esa casa nueva de su vida nueva en los suburbios,  junto a la fantasmal presencia de aquel hombre que agonizaba intermitentemente a su lado como un trapo de piso, la vida se derrumbaba. Pese a todo, jamás bajó la guardia, buscó todas las maneras para que yo pudiera salir del fondo de las angustias lo más rápido posible. Todavía puedo sentir su calor de aquellos días, sus modos de dar ternura que me acercaban, por apenas unos instantes, a la superficie del mundo para olvidar las heladas. Envuelto en su cuerpo tibio solía quedarme  horas como único sentido de realidad que podía poseer.


          Estuvimos muy unidos en aquella primera vez, me demostró toda la fuerza que una mujer puede tener frente a situaciones de profundo dramatismo como supe hacerle sentir. Y así también disfrutó cuando las cosas se acomodaron unos meses después, y en un ciclomotor alquilado, recorriendo las orillas de un atardecer en Colonia, me abrazaba y apoyaba su cabeza en mi espalda sabiendo que todo volvía a iluminarse. 
          Así transcurrió la primera de las depresiones que tuve en su compañía, y que ambos padecimos casi de las misma manera. Luego vinieron otras, y cada vez más subterráneas y prolongadas. Es que mi situación se deterioraba invariablemente.
          Con el paso del tiempo mi ser fantasmagórico comenzó a agrietar la vida de Julia. Junto a su voluntad y a sus fuerzas todo se desvanecía trágicamente... “Despertate querés” me solía decir en lágrimas frente a mi autismo.
           Por suerte o por desgracia, las depresiones se iban como venían sin dar portazos, dejando, por si acaso, la luz encendida entre las bisagras. Los dos sabíamos que las depresiones de alguna u otra manera iban a volver, aunque esperábamos que sucediera todo lo contrario.


         En las épocas que yo no estaba sumergido en las aguas de mis tristezas y los ansiolíticos, cuando la luz del día era luz del día y lo tangible al fin volvía a ser real; los dos nos reencontrábamos como si nada hubiera ocurrido, felices de vernos vivos. Éramos nuevamente como novios, con todas las ilusiones de nuestro amor expectante otra vez; de los hijos que vendrían y todo el resto de nuestras vidas para compartir. Pero los hijos no vinieron... Aunque eso ya sea un dato menor.
        El hecho significativo, al momento de salir de estos episodios depresivos, era que no había, o no encontrábamos, motivos fácticos por los cuales se podía saber como yo caía una y otra vez en esos estados. Algunos hechos generales insinuaban algo, pero no teníamos pistas claras de por qué se producía en ese momento y no en otros, por ejemplo. Tampoco se podía distinguir cómo es que de repente se iban entre tanto sufrimiento y cómo después se podía volver a estar de buen ánimo, como si nada hubiese pasado.
         Salvo las escenas paranormales de exaltación y pequeñas locuras de cuando comenzaba a restablecerme, nunca pude disponer de material empírico para saber por qué volvía a sentir, en tan sólo unos pocos días, el mundo nuevamente sobrio bajo mis pies, con el cielo allá en lo alto, donde siempre debía estar.


         Pese a todo Julia me ofrecía una y otra vez su corazón. Solíamos sentirnos felices ante la posibilidad de que pudiera ser siempre la última vez, de que ya no regresarían los abismos a nuestras vidas. Pero el miedo, invariablemente, latía invisible detrás de las cortinas cada vez que la depresión pasaba, aunque las ganas de vivir podían con todo y el amor se ocupaba del resto. 
         Pero el caso es que, durante muchos años, aquellos líos de angustias y antidepresivos fueron quedando en el pasado. Llamativamente, y de manera extraña (los procesos y los diagnósticos no habían cambiado), vivimos un inesperado período de estabilidad. Buscamos ansiosamente los hijos que todavía soñábamos, planificando el futuro sin miedo a los fantasmas ni a las incertidumbres, y la vida se parecía, al fin, a lo que creíamos que tenía que ser. Nos queríamos mucho, claro, aunque el desencanto ya estaba entre nosotros.


         Para ella, finalmente, resulté ser un hombre demasiado complejo e inesperado. Por no decir: indescifrable. Su idilio de juventud, su amor puro de ensueño que alguna vez nos envolvió, transitaba, por aquellos días, casi imperceptible bajo la piel de los acontecimientos. Pero como decía en el principio, en la primavera de hace cuatro años atrás todo encajaba en su justa horma, todo estaba donde tenía que estar. Hasta mi salud y mis derroteros psíquicos parecían no tener escollos ni inconvenientes.
          Por entonces, Julia vivía de forma poética entre sus dibujos y sus ojos fílmicos. Trabajaba pocas horas en un teatro, recorría librerías, talleres de ilustración, luego se acurrucaba en el sillón de casa, en piyamas, comiendo algún chocolate o una manzana, y  el tiempo así pasaba como en flotación, como en las cartas a Theo de Van Gogh, o como en las pinturas de Chagall o Klimt. Su existencia tenía todos aquellos colores del arte antiguo y la voz de Chavela recorría sus florecidas venas en profundo misterio. Yo la espiaba entre susurros de besos rechazados y en esas suaves compañías silenciosas que nos irían pesando un poco más cada vez. La admiraba en su plena belleza, pero lejos, bien lejos ya, sobre una delicada distancia presente.


          Con el paso de los días nuestra mutua indiferencia solía dejarnos un gusto extraño en las bocas. Ella creía sabiamente que al fin había llegado su tiempo y que el resto de las cosas eran una decoración del destino como la biblioteca, las toallas bordadas, su marido o el piano olvidado bajo la cama.
         Hace cuatro años atrás, entonces, decía, lo que empezaba a perturbarnos era el amor que ya no nos teníamos. Y eso pudo más que todas mis depresiones. El problema fue explicitar la diferencia entre “quererse mucho y amar”. Una vez solucionado dicho dilema todo concluyó casi espontáneamente. Yo me fui y ella se quedó.
         En la primavera de hace unos cuatro años atrás, Julia descubrió que el amor puede ser otra cosa. Mucho mejor de lo que hasta allí había vivido. Y yo también... Aunque ahora, desde mi ventana, no pueda detener el suelo con las manos.
        
                                                                     Septiembre, 2010
         

En los pastizales (20 de Octubre)


         Seguramente existan muchas historias en el fútbol amateur de cualquier parte del mundo. Muchos equipos gloriosos, con hazañas inolvidables; epopeyas que terminaron en los recuerdos de cada uno de los protagonistas, allá, lejanas, junto al polvo de la historia. Miles de relatos de equipos desconocidos, de pueblos, de barrios; a veces más equívocos, a veces más heroicos o a veces, también, por qué no,  hasta más trágicos. Pero como este, que a continuación se detalla, difícilmente se encuentre otro similar.
         Aunque probablemente, alguna vez, alguien también haya escrito la historia del legendario equipo 20 de Octubre, incurriendo magistralmente en errores estadísticos, en elogios desmesurados hacia jugadores y accidentes del destino para ensanchar la leyenda de aquel inolvidable equipo de nuestra juventud que hoy retomo en sus detalles.


         Pero esta vez la cuestión literaria será distinta. Me detendré sólo en un momento de la historia; tan sólo un "momento" definitivo, un poco más cómico que trágico, claro, pero trágico al fin. O no. Ni trágico ni cómico. Tal vez eso nunca será resuelto.
         Vayamos al relato. Por los años noventa la Liga de Fútbol de Flores contaba con un canon especial entre las ligas de la zona. Y gracias al espíritu aventurero de algunos amigos teníamos la oportunidad inigualable de entrar a la categoría B de ese torneo con ansias de ascenso y consagración. El problema era que, si nos contábamos entre nosotros, no llegábamos a once. Pero siempre están los amigos de amigos que suman y  entonces fue que, entre los entusiasmos generalizados, las arengas constantes, los convencidos en medio de un viaje en colectivo y las autopromesas infaltables de campeonar, llegamos al primer partido del torneo.
          Y allí estábamos, con las queridas remeras celestes (transparentes casi), la inevitable efusividad del vestuario, con el técnico “fantasma” y los suplentes fantasmas, con la emoción única de quien sale a una cancha a disfrutar de ese momento como algo único y glorioso.
         Pasaron los rivales “borrachos” de la primera fecha (el olor a alcohol en los córneres era desopilante) y una victoria soñada por todos, 5 a 3 terminó. El equipo formaba más o menos así; con Adri de líbero, Mandi de wing, Feld con la diez y yo con la ocho… Me acuerdo también de Molina, jugando de cuatro, mirándolo raro al juez cada vez que este le cobraba el decimoquinto “faul-técnico”, y el gordo Martín de tres, con proyección internacional y esa orgullosa categoría ´72 a grito pelado. También, de siete, estaba el hacedor del equipo; Sciarrillo, con su fuerza inagotable de convocar y convocar... y convencer y convencer.
         En el arco, ya no sé, todos los partidos tuvimos un arquero distinto. En la lista estaba Willy con su voluntad intacta, Josi que no sabía cuando se sacaba de arriba y cuando de abajo. Otro arquero hubo, que no recuerdo bien, pero me parece que era el portero del edificio donde vivía nuestro técnico, y que seguramente habrá durado un partido como todos en aquellas jornadas descabelladas. Hasta el gran Carlitos Tehuelche estuvo una vez atajando para nosotros.
         Es que en realidad nadie quería volver a atajar después de comerse de a diez u once goles cada vez… Y sí... la felicidad duró poco, luego del primer partido se sucedieron unas tras otras grandes goleadas en contra, lo que generó rápidamente el desencanto de medio equipo, y en especial en la sensible autoestima de los arqueros convocados.  
         Sin contar el primer partido, el resultado más parejo que logramos creo que fue un 6 a 1 abajo, y ese “uno” nuestro, fue seguramente gracias a un penal cobrado por la benevolencia de un árbitro con caridad franciscana, o con fuerte tendencia a la lástima, o la piedad, que para el caso es lo mismo. Después, en todos los partidos, nos dieron duro y parejo (once, siete, nueve, diez a cero), hasta creo que habíamos logrado la inmunidad a las goleadas. Porque nadie se enojaba con nadie, todo sucedía en una incansable sucesión de intentos y sacrificios sin reproches. Me acuerdo de estar con todo el equipo tomando algo después en algún kiosquito por la zona, con la tranquilidad de ser los peores de la liga y, con sorprendente orgullo, planificar convencidos el próximo partido como si nada.


         Pero en medio de ese vendaval de goles ajenos y frustraciones continuas hubo un gesto distinto, un gesto que en un segundo me devolvió sin vueltas al sentido de realidad que, por el afán de jugar y jugar, había perdido varias fechas atrás.
         Resulta que en mitad de uno de los encuentros, ante un rival  “algo superior” con el cual íbamos perdiendo apenas 7 a 0, ocurriría un hecho inolvidable. El partido se había dado ya, en los papeles, de una asimetría absoluta; ellos se habían presentado en la cancha con ropa impecable, con el banco de suplentes completo (léase: cinco suplentes, dos técnicos, ayudantes y hasta un aguatero) y mientras el partido transcurría los tipos no aflojaban por nada y querían hacernos sí o sí la docena, o más si se podía. Nosotros, en cambio, sobrevivíamos con lo puesto y con un banco de suplente desolador (Me acuerdo que había sólo una botella de agua mineral tirada en el pasto al lado de los bancos y nada más) porque el técnico estaba jugando de once y más que suplentes nos faltaban titulares. Hacíamos lo que podíamos. Corriendo por toda la cancha en vano, mirándonos en cada gol sin vergüenza para luego sacar de mitad de cancha una y otra vez, pensando en aprovechar ese momento, aunque sea, para hacer tres pases seguidos. Pero ni siquiera eso.
         Y fue en ese mismo partido, en ese mismo arco, donde el inolvidable Carlitos Teuhelche marcaría el antes y el después de toda una época. Andaba aquella  tarde volando de un lado para el otro, tirado en el suelo, o con los brazos en jarra después de cada gol, lleno de tierra, mirándonos resignado a nosotros que ya todo nos parecía normal y donde nadie decía nada. Sólo nos alcanzaba para gritar un... “Bien! Carli!” y esperar a que todo concluya.
         Pero aquel día no sería un día cualquiera, nuestro arquero de turno no iba a poder tolerar tamaña goleada. Carlitos  Teuhelche se llamaba en verdad Carlos Teruel; con él fuimos amigos desde la primaria, y en el barrio, en los partidos de plaza, era siempre la estrella. Después el tiempo transformó graciosamente su apellido en Teuhelche haciéndolo en el recuerdo un poco más mítico aún. Para mí, que lo conocía desde siempre, Carlitos era imbatible, era una mezcla del Loco Gatti y el Pato Fillol, la síntesis perfecta. Todo un fenómeno y un amigo de los “de en serio” que ahora andaba por ahí en pleno partido, entre los tres palos, a los tumbos, revolcándose para todos lados tratando de rescatar un barco llamado 20 de octubre hundido hace tiempo en las profundidades del mar de Bajo Flores, donde ya ni siquiera el mejor de los arqueros lo podía salvar.
         Pero a veces, y sin pensarlo, el destino nos ofrece una pequeña bisagra de luz para comprender lo que ocurre en medio de la oscuridad y la derrota, como si fuera una efímera ilusión que nos tocara en suerte para poder forjar las cosas brevemente, y así dejarnos una sensación de placer furtivo mientras todo sucede. Un solo gesto bastó, una sola oración, para comprender todo el universo presente y sus desdichas.
        Corría más de la mitad del segundo tiempo y un disparo de los contrarios de afuera del área hizo que la pelota se fuera lejos, atrás de nuestro arco, justo donde se levantaban, tupidos, unos pastizales bien altos. Y como siempre había que ponerse a buscar la pelota y esperar un buen rato hasta retomar el juego; y respirar también, aprovechar para cambiar el aire y preguntar cuanto falta para que todo termine. Pero lo mejor del asunto sucede cuando el mismo Carlitos, que por lógica era el primero en ir en busca del balón, levanta el brazo entre los pastos gigantes y, con gesto grandilocuente, da a entender que no  encuentra la pelota. Por instinto de ganar más de lo que ya estaba ganado los contarios se lanzaron furiosos a encontrar la número cinco, junto al referí y los lineman, más algunos de nosotros que aún seguían inmunes a las cachetadas y a los naufragios.


        Pasaban los minutos. No había otra pelota. Los exploradores se multiplicaban e iban cada vez más adentro del pastizal. Mientras, con otros compañeros, nos habíamos sentado a esperar el retorno del balón en la mitad de cancha iluminada aún por el último sol de la tarde.
         Uno supone que en estos casos lo mejor es relajarse y esperar, pero la cosa cambia abruptamente de sentido cuando es el mismo Carlitos Tehuelche, quien viene hasta donde estábamos y acercándose sigiloso se sienta a mi lado, y en voz baja, y sin mirarme me dice: “No digas nada, ya la vi...”
         Ahí, y justamente ahí, fue que pude comprender lo que significa ser un arquero herido de muerte por la goleada en medio de un equipo sin rumbo. Comprendí lo importante de poseer un último resquicio de orgullo y tener la posibilidad de sostenerlo aunque sea al menos unos segundos y nada más. Nos miramos con la complicidad de viejos amigos y con media sonrisa en las caras nos abocamos a contemplar sentados la búsqueda de los otros sin más que perder.
         Después la pelota se encontró, el partido siguió y nos hicieron cuatro goles más. Pero que importaba; 20 de Octubre llegaba de alguna manera a su ocaso definitivo y a un imborrable recuerdo de juventud.
         Lo curioso es que a Carlitos, después de aquella vez,  no volví a verlo casi nunca más. Ni dentro, ni fuera de una cancha. Como si aquella pelota nunca se hubiera encontrado. Como si algunas queridas amistades quedaran también perdidas, para siempre, allá... en los pastizales.  

Pimienta negra


         En la casa donde vivo hace tres años existe un ruido constante como a madera rota, astillada. Puede ser mi rodilla - creo que lo es - aunque la mayoría de las veces sea la madera de los muebles cuando se sienten viejos y la humedad los atormenta.
         Hace poco, mientras fumaba rendido entre ruidos de rodillas de madera y humedad, descubrí el enigmático olor de la pimienta negra entre mis dedos. Estaba frente a un plato ya terminado del almuerzo, en el que había pollo con arroz y donde la pimienta había sido esparcida sobre la comida con el azar de mis temblorosos dedos. Allí volví a descubrir algo ya conocido para mí; el olor y el sabor de la pimienta negra. Como un redescubrimiento de los sentidos, me dije, en un sencillo acto de sorpresa que me había hecho sentir bien.
         Desde la misma mesa pero ya de noche observo los peces claramente. Todo es silencio ahora. Con mínimo esfuerzo salgo de mí y observo. El pequeño estanque está limpio. Son dos los peces. Creo haber tenido tres, pero ya no importa. Los miro porque ellos nunca me miran y puedo contemplarlos tranquilo, durante horas, en perfecta ausencia. Ellos serán felices... lo digo convencido. Si es que tienen imaginación... me lo pregunto también, imaginándomelo.
          Se llaman Vera y Paspartú, este último es naranja y antes era negro... sí, negro. Es que la naturaleza suele sorprender con sus mutaciones aunque sea en un departamento del centro de la ciudad.
         A los peces y a la pecera los compramos hace tres años con mis hijos, entre otras cosas fue para darle color a esta casa, por entonces una casa nueva y solitaria, y así poder reflejar nuestras proyecciones acuáticas desde una tierra sorpresivamente temblorosa. También hubo un pez Juan Filiberto, un efímero pez llamado Sonic... y miles de Paspartú... y miles de Margarita también. Porque a estos peces de pecera del centro de la ciudad la muerte no los modifica. Al menos ellos no se van con la muerte, permanecen intactos con sus nombres intactos. Otros peces son los que mueren. Como una ineluctable forma de conservación de la existencia que mis hijos supieron imponer sobre el dolor que la muerte cercana nos depara. Así todos los peces tendrán siempre el mismo nombre, todos continúan y todos mueren mil veces. Será la extraña invención del tiempo detenido o continuación de la existencia hacia el infinito. Por suerte no lo sabemos. Por lo pronto aquí los peces son eternos. Bueno, al menos eso es lo que parece.
         Pero ahora, frente a mi, lejos ya de la pecera, un hombre con barba desprolija y de aspecto inconcluso se dispone a cenar. Puedo verlo claramente como si fuera yo mismo. Los peces deberían estar durmiendo... si es que duermen, me dice. La pimienta negra le agrada y más le agrada su redescubrimiento. Se sirve un poco de vino para exorcizar el frío y comienza a comer. El silencio lo apremia y decide encender la televisión.  La televisión es siempre la fiesta de otros, repite el hombre de enfrente algo enojado. Su voz ronca me recuerda la de aquella fábula metafísica de Macedonio, la del zapallo que se hizo cosmos y que siendo un zapallo normal en “...ricas tierras del Chaco” comenzó a crecer hasta abarcarlo todo, hasta el mismo universo, y que estando uno todavía fuera  de él no había otra cosa para hacer más que resignarse, apagar el pucho, y entrar. Pero ahora, casi ochenta años después, el zapallo es una caja hipnótica de rayos catódicos dispuesta a todo mientras que el pucho lo fumamos del lado de adentro. 
          Entonces lo mejor será levantarse y apagar el mundanal ruido. Dice. Digo. Que sople el silencio. Mientras, y en pequeños sorbos, el hombre cada vez más parecido a mi vuelve a su mesa y decide disfrutar de su reciente descubrimiento; la pimienta negra.
          Luego, devuelto a mis huesos y sin nadie enfrente más que la pared, me permito reconocerme justo antes que el abismo se lleve todo. La noche entra por la ventana trayendo techos y balcones lejanos. El día vuelve a pasar en imágenes como pasaron otros días y me empeño en revolver delicadamente estas líneas que despejan mi insuficiencia blanda de permanencia en el mundo sin opciones, entre arroz con pollo recalentado y violáceos sabores del olor negro de la pimienta.
       Por suerte pude volver a tiempo a mi caja de resonancias, pienso, ahora, algo más aliviado. Desde aquí me comprendo mejor. Creo. Pero dejemos el existencialismo para otros cuentos. Lo hago rápidamente y me detengo en la soledad de la casa, después me distraigo un poco con los peces que duermen y al fin comienzo a pensar, con cierto desorden conocido, en lo sucedido horas atrás.



         Hoy a media mañana vino a visitarme mi viejo, ese personaje errático e irreemplazable que nos da la vida y que, de una o mil maneras, se nos parece irremediablemente. Estuvimos conversando un buen rato, mirando el sol del invierno que entraba por la ventana y que, sin querer, calentaba el agua del estanque para que Vera y Paspartú sueñen con algún mar del Caribe. Los peces son de río. No importa.
         Decía que estuvo hoy mi viejo, aquí, con sus ruidos de madera astillada (de sus rodillas astilladas también) tratando de descansar en el tibio sol y la tibia charla que el mate nos iba sirviendo. De sus relatos llegaron a mi las historias inconfundibles del tío Ventura. Toda una eminencia en la vida de mi viejo ya que fue, de alguna manera, el viejo de mi viejo, con todos los desatinos que eso suele implicar. Tío y Papá a la vez, explosiva combinación.
           Según las fotos que muchas veces vi, y que guardo todavía, el tío Ventura era lo que podría llamarse un dandy de los años cuarenta; algo mujeriego, jugador y galán con sombrero a tono; con berrinches de niño y un incondicional amor hacia su sobrino-hijo plagado de infortunios. Y justamente hoy, como muchas otras veces, mi viejo lo recordaba entre risas y sin nostalgias. Lo sufrido-sufrido está, pensaría él, y lo pienso yo, ahora, de noche, mientras vuelvo a escuchar su historia.
         Invocar al tío Ventura en la voz de mi viejo es como volver a verlo; como cuando a los doce años lo llevó de vacaciones a Mar del Plata, en el auto nuevo de un amigo y se volvieron a los cinco días en tren porque el amigo había perdido todo, hasta el auto, jugando en el casino. Cinco días de diez que nunca fueron, dice mi viejo. Ni vi el mar... me decía acordándose y riendo. Porque a las cuatro de la tarde lo dejaban en un cine del centro de la ciudad feliz para irse al casino. Luego lo pasaban a buscar a las ocho, cenaban en el hotel y después lo mandaban a la habitación con unas revistas y una botellita Bidú mientras ellos, otra vez al casino hasta la mañana siguiente. Ni vi el mar... lo decía sorprendido, otra vez, mirando la ventana de sol en mi casa de invierno, de peces sin muerte y al lado de su hijo, cincuenta años después. 
         Así era el tío Ventura. Así era como lo imaginaba yo. Mientras mi viejo, todavía en su relato, entre risas recordaba la aflicción que sentía ese amigo después, cuando volvían los tres en el tren, diciendo que la mujer lo iba a matar, para luego escuchar al tío Ventura decir en voz baja, con el amigo alejándose por la estación... este es un boludo... 




         Si mi viejo supiera cuanto lo admiro mientras lo escucho. Que difícil es decirlo. Pero esta historia del tío Ventura y su amigo descarriado es un poco lo que le ofreció la vida. Su  infancia, toda, transcurrió de abandono en abandono, aunque algunos, los de verdad, fueran de los más pesados. Como el de su madre que se fue cuando su papá murió y mi viejo tenía seis años, con sus hermanos yendo a parar a la casa de unos tíos y él a la casa de otros tíos. Y así, en un breve pestañear, el primero de los abandonos, el más pesado de todos, había sido de alguna manera consumado. La muerte del padre lo abandonaría para siempre y la madre-muerte también. Los dos, de distinta manera, lo habían hecho. Dos modos diferentes de morir y un mismo abandono en los hechos. Por lo que mi viejo después, con los años, no supo de rencores cuando ella, su mamá, desfalleciente, volvió a su vida treinta y cinco años mas tarde como si nada hubiera pasado.
        Entonces suena lógico que mi viejo se ría cuando se acuerda de su tío que lo dejaba en la puerta del cine o por las noches en el hotel con las revistas y la Bidú, allá, junto-al-mar-oculto-nunca-visto, con un boludo de amigo, un auto nuevo y un tren de regreso.
         Escuchar hablar a mi vejo, es como recorrer desde aquí su infancia y un poco la mía también. Desde la oscuridad de la casa ahora vienen a mí los recuerdos borrosos del tío Ventura como un viejito bueno con cara de diablo. En mi memoria está impregnado todavía su cariño. No me lo contaron. O sí. O me lo contaron y lo recuerdo a la vez, no lo sé, pero puedo sentir todavía su bondad como un recuerdo palpable. Sé que él era afectuoso conmigo... él te quería mucho, alguna vez me supo decir mi viejo. Pero muy poco duró ese amor; cuando yo tenía cinco o seis años la muerte golpeó a su puerta y en una tarde de sol, como la de hoy pero de más calor, llamaron a la ambulancia porque el tío se había descompuesto y nunca más lo vi.
         Ahora, con la noche quieta y el relato aún flotante, el tío Ventura se me aparece como un ser espectral desde la distancia. Lo alcanzo a ver como un puro corazón, un todo espadachín sin demasiados recursos, un derrotado sonriente, un buscavidas sin mucha búsqueda y algo más de vida; medio vago, medio cafiolo, arrabalero y gentil. Y sé que habrá sido así. Por lo menos las fotos no lo desmienten y mi viejo tampoco.
         Es que Tío Ventura (así con mayúsculas) fue el padre de mi padre, la sombra de las sombras que lo seguirá siempre a todas partes. Hasta esta casa de este día de hoy, seguramente, donde charlamos y nos reímos quizás, sin saberlo, los tres.
                  Probablemente otros relatos habiten en su infancia tormentosa, otros relatos que conozco pero que ahora no tengo. Otras voces que recorren dramáticamente su vida por sobre aquellos gestos inolvidables de amor; como los del tío Ventura y el de sus tías -tía Amelia y tía Bisi- donde al fin el corazón de aquel niño de seis años pudo reposar sus raíces con la felicidad de que jamás nadie más lo abandonara. 
                  Por eso hoy, un día cualquiera, en que volvimos a compartir unos mates y un sol de invierno tímidamente cálido, como todos los mates compartidos y todos los soles tímidos que pasaron siempre cálidos entre nosotros, pude comprender que era exactamente lo que admiraba desde chico en mi viejo;  la fortaleza de no abandonarse pese a todo. Que también es su enseñanza y puro orgullo de mi parte, por qué no. 
         Mucho después, en esta misma casa, el sol del invierno anunciaría su retiro con sus últimos colores cenicientos. Todo se irá vertiendo lentamente hacia las sombras. La noche emerge inapelable y los peces abandonan sus sueños al observar el cubículo de vidrio que los rodea. Todavía puedo escuchar a mi viejo con su historia. Aunque ya no esté lo escucho claramente y empiezo a escribir.
         Afuera, el ruido del mundo parece estar apagado. La pimienta continúa en el plato, en la mesa y en los dedos. El día ocurrido pasa ahora frente a mis ojos como un resplandor. "Apenas un latido en la casa queda..." lo escribo y levanto los ojos para mirar a mi viejo otra vez, y desde aquí, y en la distancia, reconocerme un poco más en él también.